Ya lo dice Cees Nooteboom en su magnífico libro, Tumbas de poetas y pensadores: “Las tumbas son ambiguas. Conservan algo y, sin embargo, no conservan nada”.
Desde hace muchos años, en este deambular viajero, suelo visitar los cementerios de muchos de los lugares por donde paso. No sabría explicar muy bien cuál es el motivo de este interés, quizás observar las esculturas de algunas de las tumbas, disfrutar del emplazamiento de algunos de ellos o porque no, como buen viajero fetichista, ver las tumbas de poetas, escritores, músicos, deportistas, etc. No recuerdo donde comenzó mi afición, quizás fuera en el cementerio de Pere Lachaise en Paris, donde se encuentran enterrados Maria Callas, Chopin, Modigliani, Edith Piaf, Marcel Proust, Oscar Wilde, Sarah Bernhardt, Isadora Duncan, Moliere, Balzac o incluso Jin Morrison entre otros, o quizás en el Cementerio de los Extranjeros en Roma, y del que el poeta inglés Shelley dijo: ”Uno podría llegar a enamorarse de la muerte si existiera la posibilidad de ser enterrado en un lugar tan maravilloso como este".
Llegue a la isla de Sainte Marie, en la costa este de Madagascar, tras un largo y duro viaje. Los últimos días de aquel periplo los quería para descansar, desde luego fue una buena decisión. Quizás lo mismo pensara, allá por el siglo XVII, el pirata inglés Adan Baldridge, cuando tras huir de Jamaica acusado de cometer un asesinato, se asentó en este paradisiaco lugar. Fundo allí la Republica de Libertalia, aunque otros le atribuyen tal mérito al también pirata, en este caso francés, Oliver Vasseur, sea como fuere la isla de Sainte Marie, Nosy Boraha en idioma malgache, se convirtió en un enclave donde muchos piratas se refugiaban tras sus tropelías. Esta pequeña isla, de apenas 50 kilómetros de largo y 5 de ancho, se encontraba situada, no muy lejos de las rutas de navegación, por donde pasaban las embarcaciones que desde India o Asia venían cargadas con valiosas mercancías.
Allí vivían de forma bastante placida, pero también morían, estos piratas y el cementerio pirata que se encuentra en la isla, único en el mundo por lo que yo sé, se encuentra bastante deteriorado. Los terribles monzones que asolan este lugar cada año lo han dejado en un estado de semi-abandono, no hay ningún lugareño interesado en cuidar las tumbas de tan curiosos personajes y por lo visto tampoco hay descendientes, y si los hay, no se sienten tan orgullosos de sus antepasados como para cuidar de su tumba. En algunas, todavía se pueden leer los nombres de los allí enterrados, en otras la maleza lo impide, pero parece que no hay ninguno de los más famosos, más allá que el chaval que me acompaño insistiera en mostrarme una lápida negra y donde según él me aseguró, estaban los restos del mismísimo Capitán Kidd. No quise sacarle de su error y contarle que el famoso corsario, qué si navego por aguas malgaches, fue ahorcado en Londres en 1.701. Ya se sabe una buena historia no debería tener nunca un mal final.
Por cierto, el tesoro del Capitán Kidd nunca se encontró y algunos creen que pudo ser enterrado aquí, pero lo cierto es que con tesoro o sin tesoro, este lugar, gracias entre otras cosas, a la posibilidad de ver ballenas jorobadas, de poder bucear en aguas cristalinas repletas de peces de colores y de saborear una deliciosa comida, como aquel gigantesco mejillón cocinado en salsa de coco, fueron para mí un valioso descubrimiento.
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