Confieso que la primera vez que llegue al Salar de Uyuni poco sabia de aquel lugar. Bolivia no era por entonces un país muy visitado, tampoco lo es ahora, y desde luego sus numerosos atractivos no figuraban entre los imperdibles del planeta.
Me encanto el país andino, al que por cierto he regresado en varias ocasiones, pero en aquel primer y ya lejano viaje, lo que más me impacto fue el extraño y enigmático desierto salado de Uyuni.
Cenando en el Restaurante El Mesón de Potosí, conocí a Juan Quesada, su propietario, una excelente persona, trabajador, divertido, con gran sentido del humor y con el que mantuve durante años, a pesar de la distancia, una sincera amistad. Lamentablemente falleció en accidente cuando su cabeza estaba repleta de numerosos proyectos.
“Español, no voy a dejar que te vayas de Bolivia, sin que visites un lugar único en el planeta, yo te acompañare “. Acepte encantado la propuesta. Juan Quesada fue por tanto el “culpable” que yo conociera un territorio que él amaba y que conocía como la palma de su mano.
Al día siguiente partimos en un vehículo 4X4 hacia el Salar de Uyuni, un inmenso territorio de casi 11.000 km 2. Una vez dentro del salar circulábamos, aparentemente sin rumbo fijo, por un paisaje desértico, desolado, pero de una belleza extrema. Kilómetros de la nada misma, solo sal a nuestro alrededor, un horizonte infinito y sobre nuestras cabezas unas nubes que parecían de algodón. El paisaje era de otro planeta.
Nuestra primera parada fue la Isla Pescado, llamada así, porque desde la lejanía, su silueta flotando sobre el salado suelo pareciera la de un pescado. Bajamos del vehículo y ascendimos serpenteando los numerosos y gigantescos cactus. Solo el viento y el ruido de nuestras pisadas interrumpía aquel silencioso y mágico entorno.
Ese día dormimos en el Hotel de Sal, su dueño era Juan y fue el primer establecimiento construido totalmente con sal, incluidas mesas, sillas, camas etc. Lamentablemente años más tarde fue demolido y reconstruido en otro lugar de forma mucho más lujosa.
Tras la cena Juan me dijo: “Abrígate todo lo que puedas y vamos afuera, quiero mostrarte algo”. Nos sentamos en unos pequeños bloques de sal, el firmamento estaba frente a nosotros, casi podíamos tocarlo, era una sensación extraña, no era necesario mirar hacia arriba, estábamos dentro de la bóveda celeste y miles, quizás millones de estrellas brillantes permanecían suspendidas ante nosotros. Nunca hasta ese momento había visto el cielo con tal inmensidad.
Juan saco una botella de singani, un potente aguardiente boliviano, nos abrazamos y brindamos para, ojalá, poder vivir muchos más momentos como ese a lo largo de nuestras vidas.
Brindamos, brindamos, brindamos…… y esa noche, hasta dentro de la habitación, vi miles de estrellas.
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