Las Encantadas es el poético nombre que le puso el escritor Herman Melville, autor de Moby Dick, a las islas Galápagos, un archipiélago situado en medio del océano Pacifico. Hasta allí llego también Charles Darwin, en el Beagle, dando cuerpo en ese lugar a su famosa teoría de la Evolución de las Especies.
Hoy en día los numerosos turistas o viajeros, que cada cual se denomine como mejor le plazca, que llegamos hasta ese apartado lugar lo hacemos para poder disfrutar de una fauna salvaje en estado puro. Un lugar donde la mayoría de los animales campan a sus anchas sin haber desarrollado miedo o temor a la presencia de los humanos.
Aunque ahora nos parezca inverosímil, hubo un tiempo que no existían las redes sociales, WhatsApp y todos esos inventos para comunicarnos de forma inmediata. Incluso antes de la llegada del teléfono o el telégrafo, las cartas eran casi el único medio para mantenerse en contacto.
Bueno pues en la isla Floreana, en su punta noroeste, existe una bahía con un curioso buzón de correos y qué tras muchos años allí instalado, sigue funcionando de una forma muy “sui generis”.
El buzón en cuestión no es sino un barril de madera donde, desde la época de los balleneros, allá por el siglo XVIII, se desarrolló un curioso sistema para que los marinos pudieran enviar, tras largos meses, incluso años de navegación, cartas a sus familiares. Cuando un barco arribaba a la isla, los navegantes depositaban las cartas en el barril, cuando otro barco llegaba a la isla recogía las cartas si es que los destinatarios se encontraban en su camino. Así de sencillo y así de barato, aunque desde luego la rapidez no era su principal característica.
Cuando viste Floreana, hace ya algunos años, deposité una postal en el buzón, el destinatario era yo mismo. Confieso que no tenía mucha esperanza en recibirla. Paso el tiempo y me olvidé del asunto.
Un día, pasados unos meses me avisaron: “Oye hay una persona en recepción que dice que te tiene que entregar algo en mano”. Curioso, salí para ver de qué se trataba. Allí, frente a mí, se encontraba un tipo de rostro sonriente. Me dijo su nombre, Gabriel, era argentino y había pasado por Galápagos. Sabía qué en su largo periplo, también pasaría por mi ciudad antes de regresar a Buenos Aires. Decidió tomar mi carta y entregármela en mano, tal como hacían los antiguos navegantes.
Sonreí, le di las gracias, charlamos sobre ese y sobre otros viajes, hechos o pendientes de realizar.
Desde aquel día mantengo una curiosa relación postal con Gabriel. De vez en cuando nos enviamos postales desde los lugares más insospechados.
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